“Libre de todo deseo, puedes percibir la maravillosa esencia de las cosas. Atrapado en el deseo, tan solo puedes ver la apariencia.” Lao-Tse
Eran las fiestas de Navidad. Me encantaban esas fiestas porque descansaba del colegio de monjas y los malditos deberes que ocupaban toda la jornada. En casa pasábamos las fiestas como en cualquier otra casa española: decorábamos los muebles con guirnaldas y la mesa central con un gran belén, cenábamos y comíamos con los familiares, y el resto de los días los disfrutábamos tranquilamente con la continua caída de la nieve. Quedaban tres días para “el día de los Reyes Magos”. Parecía un año más, sin embargo había algo que lo hacía completamente diferente, y ese algo era el mayor descubrimiento que puede hacer una niña con siete años. Fui al salón. Mi madre cosía una camisa, mi padre leía "El príncipe" sentado en su sillón. Me acerqué a él, lo miré y esperé a que levantará la vista, cuando lo hizo le canté llena de energía:
“los Reyes Magos son: Melchor, Gaspar, Baltasar y el bolsillo de papa”
Yo me creía muy lista, pero fui muy tonta. Mi padre volvió al libro y sin alterarse lo más mínimo contestó: “Ahora que lo sabes es ridículo que sigas recibiendo regalos de alguien que no existe y en quien no crees.” Sus palabras querían decir “por listilla te has quedado sin reyes, para siempre”. Era un castigo duro, el castigo que se podía esperar de un militar en la época de Franco.
Después de dicha escena mamá decidió trabajar el día cuatro de Enero. Mi madre era peluquera. Entonces era extraño que una mujer realizase labores fuera de casa, pero es que ella era una mujer adelantada a su época. Solía atender a domicilio, a gente con un poder adquisitivo medio-alto, acostumbraba a visitar casas de condesas y duquesas para peinarlas o cortarles el pelo. Ningún año había trabajado en Navidades, decía que esas fechas eran para pasarlas en familia, pero aquel año cambio de hábito.
El día de Reyes llegó. No me desperté ilusionada, todo lo contrario estaba triste y me quería quedar en la cama; sabía que mi padre se enfadaría si mostraba cualquier signo que él considerase holgazanería, así que me levanté. Iba a salir por la puerta del dormitorio cuando me fijé en un papel de color dorado que brillaba sobre la mesa de estudio. Me acerqué y vi que sobre el papel de regalo había unos bonitos calcetines largos con bolones, unos guantes y un pequeño monedero con tres pesetas (lo que era una fortuna para mantener durante un tiempo mi vicio, las pipas) Me puse muy contenta. No sé cómo explicarlo… a ver, si por ejemplo un hombre que siempre come cordero y bebe vinos muy caros de pronto lo encierran en una prisión y sólo le dan para comer arroz, si un día le preparan pollo, se pondrá la mar de contento, le sabrá incluso mejor que el cordero, por ser inesperado, diferente a lo de todos los días y por haber aprendido a valorar las pequeñas cosas. A mí me pasó eso.
A partir de aquel año mamá trabajó todos los cuatro de Enero para el seis sorprenderme con unos calcetines largos y algo más, unos guantes, una bufanda o un gorro; todo ello acompañado por un pequeño monedero con unas cuantas pesetas. Al seis de enero dejé de llamarlo “el día de Reyes” para apodarlo “el día de la Reina” (aunque ninguno de mis amigos entendía el porqué de la expresión). Para mí se convirtió en un día importante porque ese era el día en que mi madre me mostraba su cariño con un pequeño detalle y no el día en que unos desconocidos me colmaban de regalos sin saber quien era yo y haciendo exactamente lo mismo con todos los niños del mundo, a excepción de los pobres (…)
Los años pasaron y me hice madre.
Cuando mi hija Lucía vino llorando preguntándonos si los Reyes Magos eran los padres le respondí “sí ” sin vacilar. Deseaba que comprendiese el valor de las cosas, que fuese feliz con poco y que ese poco significase mucho para ella como a mí me había ocurrido. Sin embargo mi marido optó por reprocharme con la mirada y engañar a Lucía:
“Cariño, de dónde íbamos a sacar nosotros tanto dinero para comprarte una bicicleta o un ordenador o…si casi no llegamos a fin de mes, ¡qué tontería!” “Lo que pasa es que a veces los padres ayudamos a los Reyes porque no les da tiempo de ir a comprar todos los regalos y encima llevarlos a cada casa…”
“¿Tú los conoces, papá?”
“Sí, por supuesto. Y tú cuando crezcas y tengas hijos también los conocerás”
“¿De verdad? ¡¡Qué bien!!” Lucía salió del salón, no sin antes mirarme mal por mi respuesta, empezó a dar saltos y a gritar “voy a conocer a los Reyes Magos”, “voy a conocer a los Reyes Magos”.
Mi marido y yo nos quedamos solos en el salón.
“Maite, no le digas esas cosas a la niña que aún es pequeña, ya tendrá tiempo de saberlo.”
“Jorge, a lo mejor nunca le llega el momento de saberlo. Además ¿qué tiene de interesante creer que uno recibe las cosas porque sí, que unos desconocidos te llenan de regalos aunque no te hayan visto en la vida?”
“Es una cuestión de magia, de creer. A mí me gusta hacer regalos a mi hija y ver su cara, diciéndole la verdad rompes su ilusión como niña y la mía como padre. Maite, a veces no te entiendo.”
Yo a él tampoco lo entendía. Pero era inevitable, le sacaba diez años. El pertenecía al "ahora" y yo al "antes". Veíamos la vida desde perspectivas opuestas. El era feliz soñando con comprarse un Ferrari y una casa más grande. Yo era feliz viendo una película por la noche acompañada de una manta. El era feliz regalándole a Lucía un ordenador último modelo, la peluquería de las “Bratz”, un “Nenuco” con su escuela, tres “barbies” y unas botas de invierno. Yo, era feliz regalándole unos simples calcetines.
Qué preciosidad , me has hecho llorar , cuánto te entiendo !
ResponderEliminarEs muy tierno...¡Calcetines para todos! Ojalá todos hiciéramos eso.
ResponderEliminarSilvita.