La sala está llena de gente, varios familiares, muchos amigos. Al fondo, hay una enorme cristalera, al otro lado de esta, coronas y ramos hechos con crisantemos, gladiolos y claveles rodean un ataúd abierto de madera maciza. Hoy es el funeral de Marcos Román, un hombre de cuarenta y dos años que se ha suicidado con pastillas y alcohol. Su rostro esta relajado, el maquillador ha hecho un gran trabajo, como dirán algunos presentes “parece muy sereno”, palabras necesarias, palabras que templan y alivian el miedo del vivo a la muerte, él que sobrevive necesita ver a su ser amado en paz, creer que él que se fue está bien.
Frente al cuerpo sin vida una mujer llora. Con cierto nerviosismo arruga con una de las manos el vestido rosa palo que lleva, un color inusual para un funeral y sin embargo, no es discordante por ser la tonalidad “más triste” dentro de la gama del rosa así como por la elegancia con que lo lleva. Su sonrojado rostro inspira serenidad a pesar de la pena que acompaña su intensa mirada.
A su lado se coloca otra mujer más baja y bastante delgada, a diferencia de la anterior su piel es pálida, su mirada esta perdida, tiene las uñas destrozadas y su vestido, aunque negro como dicta la norma, está desgastado. Dirige la vista hacía la otra: