"El que piensa en la muerte está ya muerto a medias." Heinrich Heine

Una epidemia devoró el país. Primero murió el padre, después le tocó el turno a la madre. Enrique presenció, sin quererlo, como la mujer de la guadaña los arrastraba a las puertas del más allá. El terror que el esqueleto suscitó en el corazón de Enrique fue tan exagerado que este decidió encerrarse en casa para siempre. Eran otros tiempos, tiempos difíciles, cada uno sobrevivía como podía, nadie juzgaba si un niño necesitaba de personas mayores; los hombres se forjaban antes de contar quince años, el concepto “infancia” no había sido inventado aún. Libre de la beatería social, Enrique tapó como pudo las ventanas, cerró a cal y canto la puerta e hizo un pequeña abertura por donde Matilda, su vecina y lo más cercano que tuvo a una madre, le traía alimentos, velas (pues la luz que entraba en su morada era inexistente) y una pequeña conversación. El resto del tiempo la pequeña abertura permanecía cerrada. “Jamás entrará la muerte pues no tendrá por donde” Repetía el infante una y otra vez.
Los años fueron pasando. Enrique dejó de ser un niño y se convirtió en un anciano. Su piel se arrugó y sus facciones se endurecieron. El papel de Matilda fue sustituido por el de su hija. Afuera ya no había gritos, ni lloros, ni un dolor exacerbado. La vida había evolucionado, el sufrimiento habia dado paso a la alegría, a las ganas de exprimir cada novedad que surgía. La gente, ajena a un pasado terrible, bordeaba el hogar de Enrique preguntándose por qué el “viejo loco” que habitaba en la casa nunca salía de ella. Nadie conocía su rostro. La hija de Matilda, apenas su voz. Enrique, acostumbrado a la oscuridad y a la seguridad de sus cuatro paredes jamás tuvo curiosidad por lo que podía haber en el exterior. Para él lo importante es que había conseguido alejar a la parca. Sin embargo, en contra de su convicción, un día la Muerte se le apareció a los pies de la cama.
“¡Qué haces aquí!” Gritó el anciano desconcertado.
“Vengo a recogerte, es tu hora”
“¿Cómo has entrado? He sellado cada puerta, cada ventana, cada agujero de rata… no he tenido contacto con nadie o nada que pudiese infectarme…No he tenido ninguna enfermedad, ni un simple resfriado…”
“¡Qué estúpido eres, Enrique! Acaso crees que puedes huir de algo que llevas contigo” Señaló las arrugas “Tienes una enfermedad común a todos que no tiene cura, Tiempo”
Enrique se miró las manos.
“¡Y más en tu caso! Estoy más dentro de ti que de cualquiera de esos vagabundos de ahí afuera expuestos a cualquier enfermedad o posible crimen”
Enrique inmediatamente comprendió. Salvo por el corazón que latía en su interior no había nada que aventurase vida en él. No había aprovechado su existencia. Había temido tanto el final que no había disfrutado el camino, lo había padecido.
Al llegar a esta conclusión, una lágrima resbaló por su mejilla. Para cuando esta manchó la almohada, Enrique cruzaba la puerta del más allá de la mano de su temida enemiga.
Los años fueron pasando. Enrique dejó de ser un niño y se convirtió en un anciano. Su piel se arrugó y sus facciones se endurecieron. El papel de Matilda fue sustituido por el de su hija. Afuera ya no había gritos, ni lloros, ni un dolor exacerbado. La vida había evolucionado, el sufrimiento habia dado paso a la alegría, a las ganas de exprimir cada novedad que surgía. La gente, ajena a un pasado terrible, bordeaba el hogar de Enrique preguntándose por qué el “viejo loco” que habitaba en la casa nunca salía de ella. Nadie conocía su rostro. La hija de Matilda, apenas su voz. Enrique, acostumbrado a la oscuridad y a la seguridad de sus cuatro paredes jamás tuvo curiosidad por lo que podía haber en el exterior. Para él lo importante es que había conseguido alejar a la parca. Sin embargo, en contra de su convicción, un día la Muerte se le apareció a los pies de la cama.
“¡Qué haces aquí!” Gritó el anciano desconcertado.
“Vengo a recogerte, es tu hora”
“¿Cómo has entrado? He sellado cada puerta, cada ventana, cada agujero de rata… no he tenido contacto con nadie o nada que pudiese infectarme…No he tenido ninguna enfermedad, ni un simple resfriado…”
“¡Qué estúpido eres, Enrique! Acaso crees que puedes huir de algo que llevas contigo” Señaló las arrugas “Tienes una enfermedad común a todos que no tiene cura, Tiempo”
Enrique se miró las manos.
“¡Y más en tu caso! Estoy más dentro de ti que de cualquiera de esos vagabundos de ahí afuera expuestos a cualquier enfermedad o posible crimen”
Enrique inmediatamente comprendió. Salvo por el corazón que latía en su interior no había nada que aventurase vida en él. No había aprovechado su existencia. Había temido tanto el final que no había disfrutado el camino, lo había padecido.
Al llegar a esta conclusión, una lágrima resbaló por su mejilla. Para cuando esta manchó la almohada, Enrique cruzaba la puerta del más allá de la mano de su temida enemiga.
Dedicado a Francis
En el fondo, todos tememos a la muerte, y quizás, el no pensar en ella, sea lo que nos mantiene alejados de ese misterio.
ResponderEliminarMe gusta mucho el planteamiento, está muy bien llevado.
Un abrazo de Silvita
Muchas gracias, silvita!!!
ResponderEliminarun besote muy grandeeeeeee!!!