martes, 20 de abril de 2010

En el trastero


Me había mudado hacía tres meses exactos. El barrio y el piso eran adecuados para un soltero recién emancipado como yo. Me gustaba la luminosidad que tenían las estancias y los parques que había cerca del edificio. No existía nada que me desagradase. Miento. Los vecinos. Los tres vecinos que había conocido me disgustaban. Una sensación incomoda me acechaba en su presencia. Al cruzarme con cualquiera de ellos me venía a la cabeza Polanski y sus películas “el quimérico inquilino” y “la semilla del mal”.

Eran las ocho de la mañana. Sobre esa hora solía bajar al trastero para coger la bicicleta e irme al trabajo pedaleando. Nunca había tenido un trastero bajo la concepción de la ciudad. Mi casa, la casa de mis padres, era una casona de campo, donde cualquier lugar servía para dejar las cosas que no ibas a usar por largo tiempo. La primera vez que vi ese montón de pasillos laberínticos y las hileras de puertas me sorprendió mucho. No pude evitar pensar en qué tipo de pertenencias dejarían los dueños tras las puertas y bajo llave. Si mis vecinos fuesen dulces, alegres y cercanos fantasearía con la idea de que en cada pequeño cubículo habitaban unicornios y ropas de colores. Como, en general, eran personas amargadas y distantes, caminar entre sus pertenencias resultaba tenebroso, sobre todo caminar por delante de la puerta de Clarice.


Clarice, era la mujer más anciana del edificio. Rondaba los ochenta años. Se comentaba que estaba casada. Pero yo aún no había conocido al marido. Su aspecto cadavérico me revolvía las tripas. Amarillenta y vieja se acercaba a uno moviendo unos huesos prácticamente desnudos de carne, haciendo bailar unos ligamentos tirantes que parecían ir a romperse en cualquier momento. Sus ojeras, sus dientes ennegrecidos y la desagradable mueca que acompañaba a su marchito rostro no ayudaban en absoluto a sentirse bien con ella. Pero lo peor, y con diferencia, eran las palabras que profería medio serradas por su macilento aliento. Usaba palabras sucias, desprovistas de ánima. Jamás la escuché decir un solo vocablo bello. Llamaba “guarra” a la niña de siete años del 3ºA por juguetear con el viento dando saltitos y mostrando “impúdicamente” sus rodillas, ¿qué clase de padres “degenerados” permitían eso? Tildaba de “gordo seboso” al hombre que ocupaba el 5ºB, y de “pajillero asqueroso” al anciano del 1ºC que se dedicaba a mirar por la ventana a la niña antes mencionada. Todo era pestilente en la boca de esa mujer. Trataba de evitar su trastero, corría al pasar por él, pues imaginaba que en su pequeño y secreto espacio además de basura y periódicos atrasados debía de estar su marido asesinado por ella, pues su personalidad daba para eso y mucho más.

Llegué a mi trastero y abrí la puerta. Eché a un lado varias cajas, para poder moverme con facilidad. Aunque llevaba ya un tiempo allí, aún no había desempaquetado todas mis pertenencias. Era un vago, ese era el secreto que escondía mi cubículo. Al tomar el manillar oí un gemido y un pequeño derrumbamiento de cajas. Me sobresalté. Aparqué la bicicleta y las cajas y salí al pasillo. Desde el interior no pude precisar de donde provenía el sonido, pero me decanté por mi izquierda, ¿el motivo? No podría explicarlo claramente y creo que se escucharía extraño, pero el sonido y el movimiento de cajas me trajo a la cabeza a mi vecino del 4ºA, Marco.

Marco, era un hombre de unos treinta años. Con un fuerte atractivo. Me solía cruzar con él por la noche, cuando él bajaba a comprar bebida para su cita y yo volvía a casa con alguna chica de “usar y tirar”. Su comentario se repetía cada noche “guapa, pero muy delgada”, después esbozaba una sonrisa afilada que asesinaba su atractivo llegando a resultar frío, tétrico. Lo cierto es, que en una única ocasión conseguí ver a una de sus chicas. Era “el amante de las mujeres de Rubens”, por no ser grosero y afirmar que le gustaba la manteca de cerdo. Ese hombre, que podría tener a la mujer que desease, se revolcaba y abría paso entre la grasa para llegar a una cueva abandonada de la vista de la propia interesada, haciéndola creer que el hombre sentía estar frente a un palacio y, la mujer insegura y sola se daba a cualquier juego que el hombre mencionase para ganárselo. Alguna vez había escuchado algún pequeño chillido, algún golpe contra la pared; no quería ni imaginar por qué tipo de perversidades hacía pasar a las pobres para, tras humillarlas, echarlas para siempre del piso. Como he dicho yo vi a una de ellas. De sus ojos resbalaban rimel y lágrimas, de sus piernas fluía sangre de heridas recién abiertas; a través del eco llegaba la última frase que él la había dirigido: “¡No quiero que me engullas mientras duermo, pasa la noche en tu casa!” Quise ayudarla, pero salió corriendo, presa del pánico y de la convicción de que jamás nadie la amaría.

Me acerqué a la puerta contigua, me hallaba predispuesto a creer que Marco estaba dando rienda suelta a alguna de sus parafilias cuando, de repente escuché como rasgaban telas desde el otro lado. Silencio de nuevo. Lo que quiera que estuviese sucediendo provenía del otro lado, tres puertas a la derecha, justo en la siguiente puerta a la de Adriana.

Adriana, era una joven extraña. Llevaba el pelo enmarañado sobre la cara, si afinabas la vista podías ver en ella unos rasgos hermosos, pero al igual que en Marcos su alma asomaba al exterior, en este caso no a través de la sonrisa, sino de la mirada, una mirada negra y árida, a veces retorcida. Nos encontrábamos en el ascensor bastante a menudo. Ella tenía la manía de acercarse y hablarme de su pasión: las arañas. Me hablaba de diversos géneros, Atrax , Hadronyche, Latrodectus y otros nombres igual de complicados. Y a mí me entraban ganas de vomitar. Ella decía que le gustaba dormir desnuda con ellas sueltas por la habitación, que no le molestaban, al contrario, le encantaba que caminasen por encima de su cuerpo. Era una chica muy desagradable y no podía quitarme de la cabeza su imagen como si de una viuda negra se tratase.

Me acerqué despacio. La puerta de donde provenían los ruidos estaba entreabierta. Agarré el pomo, para ver que sucedía. No sé por qué, pero dudé, eché uno de mis pies hacia atrás. Noté algo pegajoso. Al mirar hacía abajo observé como un reguero de líquido rojo salpicaba mis zapatillas. ¿Era sangre? Me quedé de piedra, sin saber como reaccionar, amortajado del miedo. Dentro del trastero todo estaba oscuro, sin embargo, la luz del pasillo iluminaba tenuemente el resquicio abierto, permitiéndome ver parte de una cabeza boca arriba apoyada en el suelo, que me miraba fijamente. Se me tensaron los intestinos. El corazón comenzó a bullir quemándome las venas. En la negrura, allí donde la luz no llegaba, una voz pálida, de plástico, me dijo: “¿piensas quedarte ahí mucho tiempo?”
No pude más, salí corriendo, sin dirigir la vista atrás.
Mi mente empezó a distorsionar mis días en aquel edificio. Salía sangre de debajo de cada una de las puertas, creando un río fuerte, ansioso por ahogarme. En mis oídos retumbaba la voz de Marco gritándome: “¿Cuanta más carne, más para cortar!” A mi nariz llegaba el olor nauseabundo del aliento de Clarice, y en sus huesudas rodillas veía a su marido seco. De los techos saltaban arañas del tamaño de una mano; se posaban en mí, revolviéndome el pelo. Pronto la sangre me tragaría. Paré. Grité. Al abrir los ojos me encontraba al fondo del pasillo. El suelo blanco, las paredes blancas. Todo normal. Continuaba entre las puertas verdes y los pasillos enrevesados. Me hallaba a un paso de la salida y dos de los ascensores. Mis zapatillas seguían manchadas. Palpé la mancha, diciéndome a mí mismo que me estaba sugestionando. Al tocar el líquido rojo, caí en la cuenta: ¡Era pintura!
De la puerta salió un hombre con una mascarilla (lo cual explicaba su extraño tono) y una bata blanca. Cerró la puerta. Me miró: -¡Joder, como lo has puesto todo!, subiré a casa de mi madre a por aguarrás, en la mía no queda. ¿Piensas quedarte ahí? Deberías ayudarme, ¿no crees?- Le acompañé al ascensor.-Será mejor que te quites esas zapatillas hasta que las limpiemos. Es culpa mía, hago esculturas, pinturas y lo meto todo junto en un espacio tan pequeño que al final es normal que pasen estas cosas. – Se quitó la mascarilla. Sus rasgos me eran familiares. Medité que lo que había visto era alguna de sus obras.
El hombre llamó a la puerta de Clarice. Era su hijo. Ella estuvo quejándose de lo sucio que era su hijo, él Limpió mis zapatillas con esmero y amabilidad y me las devolvió. Agradecí el gesto. Tenía ganas de salir a la calle y reírme de lo bobo que podía llegar a ser. Madre e hijo se despidieron. No me apetecía coger la bicicleta, llegaría tarde al trabajo, pero necesitaba usar las piernas.
Iba a tomar el ascensor cuando por un instante pensé que era descortés dejar que el hombre limpiará también mis pisadas, después de todo, él no tenía la culpa de que yo fuese un paranoico. Volví al piso, la puerta estaba medio abierta. Clarice seguía maldiciendo en arameo, el hijo parecía estar tomando instrumentos para limpiar el desastre. De pronto la gritó: ¡Cállate ya! Si no lo hubieses matado todo estaría bien. Tengo que disimular el olor. ¡Esta noche sacaré el cuerpo de padre! Así que, ¡deja de gritar!-
El miedo me paralizó, finalmente mi paranoia tenía razón de ser, esa vieja sí guardaba el cadáver de su marido en el trastero, bueno, en el de su hijo.
Salí a la calle, donde el sol cegaba los hechos acontecidos.
Dos cosas había aprendido: La primera, que no quería seguir conociendo a los vecinos de ese edificio. La segunda, que no me gustaban los trasteros.
Llamé a mis padres para pasar unos días con ellos hasta que encontrase un nuevo hogar. No llamé a la policía porque no quería saber nada de aquella gente y ni por lo más remoto deseaba recordar nada de lo sucedido o volver a enfrentarme con sus caras.

1 comentario:

  1. Mmmmmm...Estos son los relatos que más me gustan.

    Silvita.

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